miércoles, 4 de noviembre de 2015

ME HA VUELTO A PASAR...





Me ha vuelto a pasar. Ya no hay remedio.

Estoy en el cole, a las 4 de la tarde, sola, como tantas otras, estudiando, y mientras tanto, en medio de la lista de reproducción de música que estaba sonando, ha aparecido una de mis canciones favoritas: L-O-V-E, de Nat King Cole. Podéis escucharla aquí mientras leéis la entrada, y tal vez entenderéis que hoy esté un poco más sentimental de la cuenta, porque es una preciosidad.

Pero además es la canción que mis niños, los de mi antigua promoción, bailaron en su graduación. No sólo eso, fue la canción que nos acompañó durante varios meses muy intensos de juegos y complicidad. Ahora mismo estoy recordándoles y no puedo quitar la sonrisa de mi cara. Porque me querían, porque les quería... porque a veces sólo mirándonos nos entendíamos. Había entre nosotros una química que sólo nosotros conocíamos. No sólo con ellos. También con las familias. Nunca hubiera podido creer que yo pudiera establecer ese tipo de relación tan intensa y bonita con los alumnos y sus padres. Ya no era profesionalidad... tengo que reconocerlo... eran un poco míos...

El día que bailaron esta canción sólo podía sentir una cosa: ORGULLO.  Pero del de verdad. Del que se siente cuando has caminado un largo camino y has llegado a la meta. La meta que es el empezar de sus vidas sabiendo que contaban con una mochila cargada de compañerismo, amistad, alegría y bondad.

Cuando se fueron no me di cuenta, pero a ratos, en mis días, me doy cuenta de cuánto los quise y  de lo que han sido para mí. De cuánto me enseñaron y me hicieron crecer. Mucho más de lo que yo les enseñé a ellos, porque ellos me enseñaron a ser mejor y a querer mejor, a aceptar a cada cual como es y a disfrutar de la realidad, fuera ésta cual fuera.

Ellos pasaron a primaria, y yo empecé una nueva promoción de alumnos. Era 2013. Mis niños tenían 3 añitos. Tengo que reconocer que pese a que eran encantadores, al principio eran un poco intrusos... ocupando unas sillitas, unas perchas, unas mesas y un corazón que ya tenía nombre. Nunca será lo mismo, pensé. Así han pasado los meses y los días, pensando que nunca podría ser igual, aunque fuera magnífico de todas maneras. Pero han sido muchos días, muchos juegos, muchos cuentos, muchas canciones, muchos descubrimientos, mucho consuelo -de mi hacia ellos y viceversa sobre todo-, y un día, sin darme cuenta, de pronto, me sorprendí dandoles un beso apretao de esos que salen del alma... curando sus heridas como si fueran mías... cogiéndoles en brazos cuando lloran... riendo con ellos -y riendo de verdad-, disfrutando de sus avances... y lo peor... hablando en domingo por teléfono con las madres. Bueno, eso no es lo peor: lo peor de verdad es que he empezado de nuevo a guardar sus dibujos.

Estoy perdida.  Me ha vuelto a pasar.
No sé cómo ni en qué momento ha sido.
Parecía que no podría volver a ocurrir, que no podría volver a querer tanto. Que el contenedor del orgullo no podría volver a llenarse a rebosar. Que se irían y seguiría sin saber lo que es echar de menos. Que sus buenos días con alegría se difuminarían en el tiempo.
Pero estos niños ya son  míos para siempre. Ellos no lo saben, y no deben saberlo, porque tienen que ser suyos toda la vida, no de nadie. Pero qué digo; seamos sinceros, no hago más que engañarme. No es que ya sean míos... soy yo la que ya soy, para siempre, como de aquellos,  y no quiero darme cuenta, irremediablemente suya.