Ayer mis hijas y yo aprovechamos
un rato de relax de estos que empiezan a asomar con las vacaciones para ver las
fotos de cuando una de ellas estaba en iinfantil. Inevitablemente comentamos
situaciones, caritas –“¡¡ainss, qué chiquitilla!!”-, amigos –“qué mono estaba
fulanito”- y seños varias. Al recordar a una de sus profes
de infantil, Daniela dijo que recordaba que una vez le puso en su libreta “MAL,
MAL, MAL, MAL, TOOODO MAL”. Era una ficha de letra “i” y ella no le había puesto
“la rayita” a la letra “i”. No sé qué será la “rayita”, pero sí sé que venía a
veces llorando porque pensaba que lo hacía todo mal.
Yo lo que veía era una libreta
perfecta de “ies” milimétricamente situadas en un cuadrito, así que cuando ella
lloraba porque estaba MAL todo por culpa de la dichosa rayita, yo pensaba en
los pobres niños que todavía de verdad no supieran hacer la dichosa “i”. ¿Qué sería lo que escucharían
esos niños? Seguramente, a la tierna edad de 5 años, estarían dando por sentado
que lo suyo no era ni sería nunca escribir, que todo lo hacían mal, que cada
vez que cogían un lápiz el resultado iba a ser la regañina de la seño y un borra y repite -hasta que aborrecieran la
i-.
Por suerte la mayoría de las
maestras en infantil sabemos que así no llegamos a ninguna parte, pero sin
embargo seguimos tragando con una normativa que nos obliga a poner
calificaciones a niños entre 3 y 6 años que lo único que hacen es crecer y
jugar. Cuando un niño de 3 o 4 años llega a casa con unas notas de “regular”, “poco”, “no conseguido”, ¿qué perciben los
padres?, y ¿qué transmiten esos padres a sus hijos tras conocer esas notas? Yo cada vez pienso más en eso, y por eso en la última reunión con los padres les pedí por favor que no hicieran caso a esas notas, y que se guiaran por lo que yo les dijera de sus hijos en tutorías.
Existe algo que en psicología se
llama la profecía autocumplida, que supone que aquello que pensamos sobre
nosotros mismos tiende a cumplirse, no por un mecanismo mágico ni alineaciones
astrológicas, sino porque nuestros pensamientos condicionan nuestra conducta y
nuestra conducta la de los demás, entrando en un comportamiento en espiral que
se encamina a lo que preveíamos que ocurriría. De ahí que esa corriente de
“piensa positivo y recibirás cosas positivas” tenga algo –bastante- de verdad.
Pero aún hay algo que se cumple
más que las profecías que nosotros hacemos acerca de nosotros mismos: las que los
padres hacen sobre los niños. Hablamos en este caso del llamado efecto pigmalión, o forma en que las expectativas de una persona sobre otra
condicionan su rendimiento. En un metaanálisis que se hizo hace unos años, se
llegó a la conclusión de que el principal predictor del rendimiento académico
en secundaria eran las expectativas que los padres tenían sobre el rendimiento
de los hijos. Aquí tenemos el estudio completo para quien quiera echarle un
ojo.
En mi caso personal ha sido
totalmente así: mi familia ha sido una familia de maestros en su gran mayoría,
y de pequeña todos tenían tan claro que yo acabaría opositando y siendo
funcionaria, que no ha sido hasta ahora, varios años después
de sacar unas oposiciones, que me he planteado hacer algo diferente.
Los pensamientos de un niño son
como una hoja en blanco que van escribiendo a partir de lo que oyen y viven en
su entorno. Si siempre escuchan cuánto valen, y qué lejos llegarán, el bucle de
la profecía autocumplida irá encaminado desde el principio a satisfacer esa
profecía. En otras palabras, el niño no sabrá actuar de otra manera que la que
le dicta ese pensamiento y todas sus conductas y decisiones serán coherentes
con el mismo. No vamos a obviar que hay niños
con más capacidad para una cosa o para otra, y que a veces con 6 años ya se
apuntan maneras; de las diferentes capacidades hablaremos en otra ocasión.
Por tanto, ¿qué dice el sentido común?: que la evaluación sirve para reforzar contenidos,
destrezas, para saber en qué punto estamos. Puede servirme para constatar que
vamos en el buen camino y que el niño reciba un refuerzo. Pero seguro que evaluar no es –no debe
ser- calificar negativamente, etiquetar o estigmatizar. La calificación existe y debe existir, cuando se trata de determinar conocimientos en una determinada materia, en adultos, pero no para niños pequeños, por favor, a no ser que sea para ponerles, como en la foto, una carita sonriente y un 100.
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